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Polen negro

¡Qué sencilla es la muerte de las cosas humildes!
Un glauco fuego oscila de los húmidos seres
al desdén de los dioses.
Vals de escotes marcados y perlas como dientes,
van y vaivén, vals vacuo, volcán de vanistorio,
despavorida risa, belfo loco, murmullo,
trepidante susurro como lengua de galgo,
un niño como urgencia, homo homini lobo.

Atrás el siglo XX, como harapo de tarde,
una tendida tarde con la piel desgajada,
ardida como espacio.
Desde mí desde dentro, en vísperas del odio,
alferraz de la noche que tiende fauces largas,
acentos acabados de trirremes antiguas,
de carolingias naves por abatir las frondas de tu nombre.

Ya no hay hombres voraces o atroces como águilas
porque todo se hace de puntillas, sin golpes,
ya no queda una lágrima, ni una feble caricia,
ni un alción como arcángel
que aúne mansamente la leche de los besos.
No es inútil tal vez la pesadilla
o el insomnio auñado a las raíces
cuya terne abscisión tamaño entiendo.
Hoy llueve un manantial. Orvalla el hombre
acangallado. Voy a la semilla,
a esta tierra arrastrada a la columbre,
a la angustia letal de los andenes,
a los trenes gargantas de sal y de cadáveres.
Sigue siendo sencilla, tan sencilla la muerte
que nos parece estéril, costumbre, rutinario
un grito o un suspiro, un gesto por su nombre.