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Confesión final

Sí, tiemblo, sí. No miento más. Renazco.
Cabalgo bronces, brújulas, acentos.
Vibro en el seno dulce de mi amada.
Me desconozco. Esparzo mi semilla.

Sí tiemblo, sí. Me malvendí. Pretendo
reconquistar la albura. Los colores.
La mística en la cimbria del silencio.
Las vocálicas ansias de mi boca.
El pájaro de sangre por mi vientre.
Mis alas que ya buscan
un ardido retorno en que ocultarse:
latebra entre tus manos que amanecen
sobre el tálamo dócil
cuando acude la luz a tu cintura
y sacude en el vértigo
una espiga de plata
la oropéndola.

Sí, me estremezco. Tiemblo. Me complazco.
Abro mi corazón a la simiente.
No juzgo mi pasado. Voy de paso.
Voy con el prisma urgente del deseo,
con mis dedos de fuego a los rincones.
Hurgo en los arrabales.
Urge una paz que alivie las heridas.
Vislumbro la esperanza en un otero álgido de espumas.

Me arranco el corazón ya semillado.
Yo soy el que persigue los corales.
El que busca tu piel. El malherido.
El que clama en las plazas por si el viento retumba,
por si el hombre se olvida
de nacerse otra vez y no se arroba.
Yo soy el que mahiere cada fibra de fe por donde vagas.
Quien aprieta los labios contra el muro tensado de tu pecho.

El que desnudo implora una caricia
y tañe la dulzaina de nuestro amor cumplido.

Tiemblo porque he de ser en luz y sombra.
Tiemblo ante ti y tiemblo ante los hombres.
Tiemblo ante Dios y tiemblo ante la muerte.

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